Doñana cae, 70 años después de que los pioneros impidieran su total destrucción pidiéndole perdón de gracia para este territorio al dictador Franco.
Por Benigno Varillas
Doñana ha sido destruida. La certificación de su defunción se anuncia sin tapujos a lo veinte años de morir su mayor defensor en 2003 y setenta años después de que, en 1953, Valverde, Bernis y los bodegueros de la familia González lograran evitar que lo último que quedaba, la quinta parte de las marismas del Guadalquivir que aún no se habían desecado, sucumbieran también a la codicia de los vencedores de la Guerra Civil y sus ingenieros del Ministerio de Agricultura que se apropiaron de sus tierras vírgenes, a los que solo el general Franco podía parar.
Mal regalo de cumpleaños le han hecho a Tono Valverde, en su 97 aniversario, este abril de 2023. Nos dejó el 13 de abril de 2003, a los 77 años de edad. Hacía treinta que los ingenieros de Montes y cuatro biólogos envidiosos le habían arrebatado el mando de Doñana, declararada cuatro años antes Parque Nacional por el Caudillo, Francisco Franco, a instancias de Valverde y en contra de los especuladores. Pero, éstos, y sus sucesores, ayudados por “la democracia” han logrado finalmente vencer a lo libre salvaje en la última de las batallas.
Cuando los perros neolíticos hincan sus colmillos en una presa salvaje ya nunca sueltan su mordaza y acaban ejecutando sus planes y proyectos aunque los defensores de lo libre les paren los pies una y mil veces. En cada envite hieren un poco mas a su víctima hasta que finalmente acaban con ella. Doñana han tardado setenta años en desangrarla por completo. Queda menos de una década para que acaben de desangrar a los humanos libres. ¿Cómo será la humanidad, sin lo libre, en 2033?
Todos considerábamos a Tono como algo especial. Y lo era. Si analizamos cómo pudo surgir en los años cincuenta –época gris de posguerra en toda Europa– un espíritu tan indomable, heterodoxo, original y rompedor como Valverde, no podemos dejar de pensar que una de las claves fue la grave enfermedad que padeció entre los 17 y los 21 años, que le hizo desarrollarse al margen de lo establecido.
Campo y más campo contra la tuberculosis
En 1942 Valverde tenía que decidirse y elegir estudios. La carrera militar, de tradición en su familia y de moda en España, con el ejército triunfador mandando en el país y la propaganda exaltando las virtudes del eje Roma–Berlín desde 1933, hacía estragos en los hijos de los vencedores. Al joven Tono se le pasó por la cabeza entrar en la Academia Militar de Zaragoza. Pero una caída de la bicicleta a los 16 años y un derrame mal curado, que le dejó rígida la rodilla y cojo, anularon tal opción. Quedaba su interés por los animales. En 1944 fue a Madrid a matricularse en Ciencias Naturales. Habría hecho la carrera en aquella época gris de la posguerra y acabado sus días como profesor, imbuido de las ideas y estrecheces del momento. Valverde nunca hubiera sido Valverde. Pero el mismo día que echó la instancia en la universidad, un tío suyo médico, que vivía en Madrid, le invitó a comer y al verle toser le hizo examinar en su consulta. De allí fue directo a un hospital de tuberculosos, donde pasó un año postrado. Le mandaron a casa sin esperanzas de salir adelante. Hasta los 21 años estuvo escayolado y en reposo. Pero la desgracia y el sufrimiento tuvieron su parte interesante: se libró de la formación reglada de la época, rígida y pobre, y pasó aquellos años concentrado en el estudio autodidacta.
Mimado por su familia y protegido por sus muletas, Valverde desarrolló una personalidad sin la poda de espontaneidad e imaginación que provocan los profesores de escasa vocación y aún menor preparación. Se hizo adulto sin perder jamás esa frescura, audacia y curiosidad que acompaña a la juventud. Un espíritu que permaneció en él hasta el final de su existencia. Por otra parte, atado a un pupitre no hubiera podido salir al campo con la frecuencia que lo hacía en el entorno de Valladolid, entonces una localidad de 100.000 habitantes rodeada de naturaleza, y luego al extranjero, recorriendo Marruecos, el Sáhara, Francia, Suiza, Suecia y Gran Bretaña antes de iniciar los estudios, mientras sus ex compañeros captaban en polvorientos libros y laboratorios lo que él veía al natural con la ventaja de acceder a lo que no está escrito.
La universidad le habría atrapado, con esa fatal circunstancia que no considera que los que estudian Biología no deberían tener exámenes entre mayo y junio, en plena ebullición de la naturaleza, de nidificación y floración, justo cuando un aprendiz de naturalista debe estar en el campo. Él tuvo, a pesar de sus muletas, la libertad de movimientos que no tenían otros y la libertad mental necesaria para tener ideas propias y plantearse la posibilidad de hacer realidad sueños como explorar Doñana, La Camarga o el Sáhara. De hecho, cuando se enfrentó a los estudios universitarios, matriculándose por libre desde Almería, a los 31 años, los apuntes de clase que le pasaron le sirvieron para cuestionar muchas de las verdades admitidas sin discusión, plantear dudas y buscar respuestas. Fue así como llegó a hacer sus mejores aportaciones en temas como la evolución humana, la estructura de las comunidades de vertebrados o la metodología para estudiar la naturaleza.
Esa etapa, fruto de la larga convalecencia de la tuberculosis, le llevó a la cumbre del éxito e hizo que los años sesenta fueran exclusivamente suyos en el ámbito del estudio y la conservación de la naturaleza en España. Brilló como una estrella solitaria en la década prodigiosa: hizo la carrera y el doctorado, adquirió un territorio que le permitió crear la Reserva de Doñana, promovió el parque nacional que frenó su destrucción, participó en la fundación de WWF/Adena, creó la escuela de científicos de la Estación Biológica de Doñana (EBD), desarrolló sus teorías sobre el origen granívoro del hombre y el factor energético de la relación entre depredadores y presas y aún encontró tiempo para rescatar las gacelas del Sahara y traerlas a un centro de cría en Almería, días antes de que una avalancha humana reclutada por el sátrapa dictador de Marruecos invadiera el desierto para apropiarse de sus riquezas.
En 1973, la labor que Valverde venía desarrollando en Doñana desde hacía veinte años llegó a su apogeo con la inauguración de un laboratorio en el corazón de la reserva, con asistencia del Príncipe Juan Carlos, con el que mantuvo siempre buena amistad, así como de numerosos representantes de las casas reales del Reino Unido y los Países Bajos, vinculados al WWF, entre otras importantes personalidades internacionales. Pero Valverde acusó la fatiga del enorme esfuerzo realizado para poner en marcha Doñana y, a los pocos meses de aquel acto, que marcó un hito importante en la protección de este espacio, sufrió varios infartos. Los médicos le aconsejaron llevar una vida menos ajetreada y se vio obligado a presentar su dimisión como director de la EBD por motivos de salud.
Una década medieval para reposo de infartos
En 1975 Valverde tenía 49 años. Estaba dolido, pero no físicamente, sino anímicamente. Cuando muchos le daban por muerto, como ya le había ocurrido a los 19 años, Valverde se recuperó de forma prodigiosa de los ataques al corazón que le postraron en cama durante meses. En el Instituto para la Conservación de la Naturaleza (Icona) aprovecharon su estancia en el hospital para sustituirle en el puesto de director del Parque Nacional de Doñana. En el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) nadie pensó tampoco, al verle recuperado de sus dolencias, en proponerle recuperar el mando del centro que había creado en Doñana. Pero lo que en aquel momento fue un desastre personal para Valverde, visto con la perspectiva que da el tiempo, quizá fuera sólo suerte. Por tercera vez en su vida, un grave incidente de salud le preservó tal como era.
¿Qué no hubiera sufrido y cambiado el espíritu jovial y alegre de Valverde, y su eterno carácter ensoñador, si hubiera continuado como director en la convulsiva etapa política que se desató a partir de 1976 alrededor de Doñana? La idílica reserva de Valverde se convirtió en un campo de batalla en el que se enzarzaron ingenieros de montes, de agrónomos, de caminos, biólogos, geólogos y ecologistas, la prensa, los constructores de complejos turísticos, los alcaldes, los furtivos, los cangrejeros, los arroceros, los piñoneros, las fresas, los arándanos y hasta los cofrades de la Virgen del Rocío. En 1975 no sólo acabó la etapa de Valverde, sino la de la España que él había conocido desde su infancia y en la que había aprendido a moverse con inteligencia y habilidad para sortear los escollos.
Pero la transición democrática trajo tiempos revueltos, en los que todos se lanzaron sobre Doñana. Javier Castroviejo, su sucesor, tuvo que abandonar la paz interior del científico e implicarse a fondo en la lucha política. Mientras tanto, Valverde leía tranquilamente en la biblioteca de la vieja Universidad de Sevilla antiguos manuscritos medievales sobre el oso y el lobo y se planteaba seguir los pasos del rey Alfonso XI en 1350 para averiguar el proceso de regresión de la fauna operado en los últimos seis siglos. Dedicó diez años a recorrer España de punta a punta en esa tarea, estudiando al lobo y al oso. Con esta tarea, el científico se hizo también humanista, al punto que fue investido doctor honoris causa por la Universidad de Sevilla en reconocimiento a su labor histórica y geográfic. Más tarde la Universidad de Salamanca le haría doctor honoris causa por sus aportaciones en ciencia. En 1975 recuperó además su primigenia labor de zoólogo y dedicó mucho tiempo a estudiar la espátulas, los camaleones, las serpientes y los cetáceos. Como era costumbre en él, supo hacer virtud de la necesidad y se lo pasó bomba hasta su retiro laboral, haciendo, como siempre, lo que quería en cada momento.
Siete tomos que pudieron con un cáncer
En 1992 Valverde tenía 66 años. Acababan de darle la jubilación oficial, pero aún tenía muchos proyectos en mente, como el estudio herpetológico del norte de África, a donde acudía todos los años a estudiar las cobras. En 1993 le diagnosticaron un cáncer de riñón, pero no quiso que le operaran por sus dolencias cardiacas. De nuevo la Negra Parca, como él la llamaba, parecía cerca. Pero a Valverde nunca se le ocurrió caer en depresiones. Supo superar los lances de la vida no dejándose avasallar por las desgracias y planteándose nuevos retos. Si no le hubieran puesto de nuevo fecha a su probable muerte, hubiera estado liado hasta el último minuto en avanzar aún más en pesquisas zoológicas, históricas y otras inquietudes, como el centro museístico y de investigación de cetáceos que montó en Matalascañas (Huelva) a finales de los noventa, o el museo de barcas fluviales.
Un buen día de 1993, entrando él por la puerta de la Estación Biológica de Doñana, entonces en el Pabellón del Perú, en el Parque Maria Luisa de Sevilla, al tiempo que yo salía, me paró y me dijo: «Varillas, tendrías tiempo para tomarte una cerveza conmigo». Me propuso que le editara el libro del Oso. Yo le dije que lo haría si, a cambio, le publicaba también sus memorias. Opuso resistencia, porque en absoluto tenía ese labor en mente. Otro día contaré cómo logré que, en una labor de diez años, lograra que salieran sus memorias.
Eran tantas sus ideas que nadie creía que fuera nunca a escribir los detalles de aquellas investigaciones sobre las que no había publicado nada. Pero el cáncer –que, por cierto, no pudo con él, ya que vivió otros diez años, altamente productivos– le libró, y nos libró, de que tanto conocimiento acumulado por Valverde en sus investigaciones, idas y venidas por la geografía española, interrogando a todos los viejos del lugar, no se perdiera con él. Fue ese último achaque el detonador para que se animara a escribir las 1.500 páginas de sus memorias. Siete tomos que recogen mucho de lo que no había publicado y en las que nos deja un último y gran regalo sobre lo que aquel agudo, inteligente y provocador vallisoletano observó de cuanto le rodeó durante su –a pesar de las enfermedades– larga (para lo corta que se la habían vaticinado a los 18 años) y fructífera vida.
Francisco Bernis fue el primero en fijarse en Valverde y por eso le invitó a participar en la expedición más memorable de la historia naturalista española, la de Doñana en 1952, cuando él ya era catedrático de instituto y Tono aún no había iniciado la carrera. Mucho se ha escrito de aquella Expedición Bernis–Valverde al entonces conocido como Coto de Doñana, en la que del encuentro de aquellos dos pioneros castellanos con el gaditano Mauricio González, salió la idea de proteger este espacio natural, hoy parque nacional destruido por el mundo rural, y fundar la Sociedad Española de Ornitología (SEO), a la que se sumaron con entusiasmo ornitólogos catalanes y vascos.
El mecenas gallego Xan de Forcados, Juan López Suárez, que compró pazos y monumentos románicos en la primera mitad del siglo XX para preservarlos de la ruina, y que en 1922 fundó la primera fábrica de productos lácteos de Galicia, hoy convertida en el grupo Larsa, nunca imaginó lo fructífero que iba a ser para España el viaje que en 1952 financió a su amigo Francisco Bernis, entonces catedrático de Ciencias Naturales en el instituto de bachillerato de Lugo, a las entonces inexploradas marismas del Guadalquivir.
Algo vio Bernis en aquel impetuoso naturalista de 26 años que era Tono Valverde en 1952 para invitarle a ir con él a Doñana en aquel viaje. Lo mismo que vería un año después Félix Rodríguez de la Fuente, que de la cetrería en 1953, pasó al interés por la antropología y por el concepto depredador–presa, tan resonante en sus programas, que se nutría de ideas de Valverde. Igualmente, Eugenio Morales Agacino, que tras asesorarle para su viaje al Sahara en 1955, le promocionó en 1956 para que se incorporara al CSIC, aunque aún no tenía estudios universitarios. José María Albareda, el fundador del CSIC, que le impulsó a sacar tanto la carrera como el doctorado y fue el que le otorgó la dirección de la Estación Biológica de Doñana en 1964. Guy Mountfort, Max Nicholson y Julian Huxley, que se lo llevaron a Inglaterra en 1959 y le enseñaron todos sus métodos de trabajo en investigación y conservación, o Luc Hoffmann, que le abrió las puertas de la Estación Biológica de La Camarga (Francia) y luego del WWF Internacional para comprar una finca en Doñana donde ubicar su reserva biológica. Y, así, tantas otras personalidades, de dentro y fuera de España, que sucumbieron al embrujo del espíritu contagioso de Valverde y le apoyaron en cualquiera de sus “locuras», lo mismo que éstas les animaron y estimularon a todos ellos a nuevos caminos y a llegar más lejos y más alto de lo que nunca hubieran soñado.
Unas semanas después de morir Valverde, fallecieron sus amigos y compañeros de fatigas y aventuras en la célebre expedición a Doñana de 1957, los famosos naturalistas y conservacionistas británicos Guy Mountfort, el autor del texto de la célebre guía de aves ilustrada por Peterson, que murió el 24 de abril a los 97 años, y Max Nicholson, que murió el 26 de abril con 98 años. Fue como si aquellos legendarios expedicionarios de Doñana se hubieran propuesto seguir vivos mientras lo hiciera Tono, la mayor explosión de vida y entusiasmo que habían conocido, y que tantos y tan buenos impulsos les había proporcionado a lo largo de sus intensas existencias. Seis meses después fallecía también Francisco Bernis, el 10 de noviembre de 2003, a los 87 años. Hace 20 años cayó no solo Tono Valverde, sino también lo que quedaba de la vieja guardia, los pioneros que nunca hubieran consentido que sus esfuerzos, y los miles de millones de euros que se destinaron a proteger Doñana, no sirvieran para nada. Desde entonces, los funcionarios encargados del Parque Nacional de Doñana han estado cobrando su sueldo –y aún lo siguen haciendo milagrosamente a fecha de hoy, a pesar de que el espacio natural hace tiempo que ya no existe– mientras miraban hacia otro lado, no queriendo denunciar cómo aquello, por lo que debían velar, era desangrado por la mordida que nunca suelta del perro neolítico.
Más información en las memorias de Valverde.
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